Un juez decide procesar al Fiscal General del Estado con un dictamen que, según los expertos consultados, carece de fundamentos sólidos. Mientras tanto, millones de ciudadanos se preguntan: ¿quién controla realmente a quienes tienen el poder de arruinar vidas con una firma? La respuesta es tan inquietante como reveladora: prácticamente nadie.
El caso que sacude la política española no es solo sobre el Fiscal General, sino sobre algo mucho más profundo y peligroso: la ausencia de controles efectivos sobre el poder judicial. Cuando un magistrado puede dictar un auto de procesamiento basándose en indicios endebles, sin que exista un mecanismo real de supervisión previa, estamos ante un problema sistémico que trasciende colores políticos.
Los datos son elocuentes. Según el Consejo General del Poder Judicial, menos del 2% de las decisiones judiciales controvertidas son revisadas por órganos de control interno. El Consejo, teóricamente encargado de la vigilancia, se ha convertido en un ente politizado que mira hacia otro lado cuando conviene. ¿Resultado? Jueces que actúan como señores feudales de sus juzgados, sabiendo que sus decisiones rara vez tendrán consecuencias personales.
La situación se agrava cuando observamos casos recientes donde magistrados han tomado decisiones espectaculares que luego fueron revocadas por instancias superiores, pero el daño reputacional ya estaba hecho. ¿Qué responsabilidad asumieron estos jueces? Ninguna. ¿Qué sanción recibieron? El silencio cómplice del sistema.
La independencia judicial, principio sagrado de la democracia, se ha pervertido hasta convertirse en impunidad judicial. No se trata de cuestionar la necesidad de que los jueces actúen sin presiones externas, sino de exigir que rindan cuentas cuando sus decisiones carecen de rigor o están motivadas por criterios extralegales.
Es cierto que los jueces necesitan protección para ejercer su función sin temores. Sin embargo, esta protección no puede convertirse en una patente de corso para actuar con negligencia o parcialidad. Otros países europeos han encontrado el equilibrio: órganos de control técnicos, no políticos, que evalúan la calidad de las resoluciones judiciales y pueden imponer consecuencias reales.
La pregunta que debe hacerse toda sociedad democrática es simple pero demoledora: si un juez puede arruinar la carrera de un ciudadano con una decisión mal fundamentada, ¿quién puede arruinar la carrera de ese juez cuando actúa incorrectamente? Mientras la respuesta siga siendo «nadie», viviremos bajo la tiranía de la toga. Y eso, señores, no es justicia: es poder absoluto disfrazado de independencia.